La historia “sagrada” de las plagas.

Jose Ignacio orbe (pbro) . Publicado en la revista Cristiandad n 1065. Abril 2020

 

El coronavirus se puede considerar ya como una plaga de las que hacen historia. Quizá no esté siendo tan extraordinaria en cuanto al número de fallecidos (si la ponemos en perspectiva hay otras grandes epidemias que le aventajan en tan funesto ranking) pero desde luego es la primera de las plagas que se dan en un mundo fuertemente globalizado. Por primera vez se mantiene confinados en sus hogares a millones de personas, por primera vez se ha parado casi de golpe la economía de todas las potencias mundiales con la consiguiente gran crisis y también se está generando un grado de control por los gobiernos sin precedentes. Veremos cómo deparan estos síntomas en el futuro, por el momento nuestro interés se cierne ahora sobre el pasado. Decimos que la historia es maestra de vida, en la “historia sagrada” el maestro es Dios mismo, por eso nuestro artículo trata de discernir con la luz de la revelación el sentido de las plagas en el plan providencial de Dios. Creemos firmemente que Dios es dueño de la Historia, y que ningún acontecimiento histórico está fuera de sus manos. Meditar las plagas pasadas puede ayudarnos a entender el sentido de las presentes.


Como la historia de todas las cosas, la de las plagas comienza con Adán y aparece vinculada al pecado. ¿A qué nos referimos? La pérdida del don edénico de la inmortalidad: la muerte, la madre de todas las plagas. Después de su pecado primigenio Dios les impone unas penas como justo castigo de su culpa que acaban con el anuncio de la muerte “eres polvo y al polvo volverás” (Gen 3,19). Ciertamente, “Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes, sino que todo lo creó para que subsistiera” (Sab 1, 13-14) sino que “el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron.” (Rm 5,12). ¡Cuán elocuentes se nos revelan estas palabras ahora que la muerte nos es a todos tan cercana, que aparecen los ataúdes en los periódicos cada día! La ruptura de esa alianza primigenia que Dios hizo con Adán y Eva dejó sin embargo una puerta a la esperanza en la promesa de que la descendencia de la mujer pisaría la cabeza de la serpiente seductora. (Gen 3,15)


eldiluviouniversalParecidas circunstancias podemos hallar en el contexto de la Alianza con Noé. “Hombre justo e íntegro entre sus contemporáneos” (Gn 6,9) cuando “la tierra estaba corrompida ante Dios y llena de violencia” (Gen 6,11). Por suerte “Noé obtuvo el favor del Señor” (Gn 6,8). En el texto sagrado se ve claramente que el diluvio tiene un carácter universal y penal. Es un castigo que Dios inflige por los pecados ¡tantos! de la humanidad. Al menos el episodio acaba bien: Una vez finalizado el castigo Dios establece nueva alianza con la familia de Noé y promete que no volverá a repetirse algo semejante. El arco en el cielo que aparece en las tormentas es signo de la promesa divina (Gn 9,12) ¡qué misterio que en nuestra secularizada sociedad el símbolo del arco iris se haya puesto de nuevo en tantas ventanas con dibujos de niños, junto al mensaje de “Todo va a salir bien”! ¿Serán conscientes de las profundas raíces bíblicas de este símbolo?


Alianza rota, pecado humano, castigo divino, renovación y esperanza…parecidos elementos encontramos en otro episodio de muertes repentinas, la que se realiza en tiempos de Abraham, en las ciudades dadas a su hermano Lot: Sodoma y Gomorra cuyos “habitantes eran malvados y pecaban gravemente contra el Señor” (Gn 13,13). Después de sellar alianza con Abraham y de aparecerse en Mambré a su siervo, los ángeles del Señor se dirigen hacia aquellas ciudades “el clamor contra Sodoma y Gomorra es fuerte y su pecado es grave: voy a bajar a ver si realmente sus acciones responden a la queja llegada a mí” (Gn 18,20) ¡Pobre Abraham! ¡tenía allí a su hermano! Con cuanta audacia se interpuso en el camino del Señor “¿Es que vas a destruir el inocente por el culpable? ¡Lejos de ti tal cosa! Matar al inocente con el culpable, de modo que la suerte del inocente sea como la del culpable, ¡lejos de ti! El juez de toda la tierra ¿no hará justicia?” (Gn 18,23.25) y empieza ese misterioso regateo-intercesión. Pero no había diez inocentes en la ciudad, y su pecado clamaba al Cielo ¡cuán reivindicado -y con orgullo- está este pecado en nuestro tiempo! “El Señor hizo llover sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego desde el cielo” (Gn 19,24-25), pero la intercesión de Abrahán no fue en valde: “cuando Dios destruyo las ciudades de la vega, se acordó de Abrahán y sacó a Lot de la catástrofe, al arrasar las ciudades donde había vivido Lot” (Gen 19,29).


Nuevo capítulo en la historia de las Alianzas, de los pecados y de las pestes, cuando el pueblo de Israel era sometido en Egipto por el Faraón Moisés fue elegido por el Señor para guiar a su pueblo hacia el monte Santo para darle culto. “Pero el corazón del faraón se endureció y no les hizo caso” (Ex 7,13) y entonces vinieron nueve plagas, todas tuvieron la misma obstinación como respuesta por parte del Faraón. La última: el ángel de la muerte mataría a los primogénitos egipcios, pero Israel sería liberado por la sangre del cordero pascual. Israel corre libre hacia el encuentro de Yavhé en la montaña, y allí sella de nuevo una Alianza con Dios. (Ex 19) Alianza lamentablemente rota incluso a las puertas de la tierra prometida. En un pecado de rebelión (Nm 14, 16), los israelitas murmuraban contra Dios “¡ojalá hubiéramos muerto en Egipto, o si no ojalá hubiéramos muerto en el desierto! ¿Porqué nos ha traído el Señor a esta tierra para que caigamos a espada, y nuestras mujeres e hijos caigan cautivos? ¿No es mejor volvernos a Egipto?” (Num 14,2-3). Dios va a responder: “Voy a herirlo de peste y a desheredarlo” (Nm 14,12) cuando Moisés se interpone de nuevo como intercesor “Se enterarán los egipcios de entre los cuales sacaste poderosamente a este pueblo” (Nm 14,13) dirán las naciones “el Señor no ha podido llevar a este pueblo a la tierra que les había prometido con juramento”, por eso dice Moisés “muestra tu gran fuerza” (Nm 14, 17) y “perdona la culpa de este pueblo por tu gran piedad” (Nm 14,19). Pero algunos de los israelitas no aprendieron la lección, y más adelante hubo una nueva rebelión contra Moisés capitaneada por algunos hijos de Leví que pretendían el sacerdocio. El fulminante castigo del Señor provocó quejas entre la comunidad que seguía en su pecado. Dios dice a Moisés “alejaos de esa comunidad que voy a consumirla en un instante" (Nm 17, 10) Pero Moisés reacciona con rapidez mandando a su hermano Aaron “toma el incensario ponle brasas, echa incienso y vete aprisa a la comunidad para expiar por ella. Porque la Ira ha salido ya de la presencia del Señor y ha comenzado la plaga” (Num 16,11) Así lo hizo Aarón “se plantó entre los muertos y los vivos, y la plaga se detuvo” (Num 16,13) aunque dejó 14.700 muertos. En este contexto de plagas y enfermedades es interesante leer la “ley de la lepra” (Lev, 13) del pueblo de Israel, al fin y al cabo, no se diferencia tanto de nuestros protocolos de sanidad, test, cuarentenas, confinamientos, desinfecciones… En todo caso Moisés lo entiende claro su pueblo “rechazo a Dios su creador, despreció a su Roca salvadora” (Dt, 32,15) por eso “andarán extenuados de hambre, consumidos por la fiebre y la peste”. (Dt, 32,24)

rey davidPero no acaba aquí esta peculiar historia sagrada de las epidemias. Existen nuevos capítulos en el contexto de la alianza sellada con el rey David y su descendencia. De nuevo aparecen en relación con el pecado, esta vez con el que podríamos llamar “el otro pecado de David” ciertamente menos famoso, pero más devastador que el primero. “Satán se alzó contra Israel e instigó a David a hacer un censo de Israel” (1Cron 21,1) lo cual éste realizó contra el parecer de Dios y de sus consejeros (2Sam 24/1Cron 21). Cuando se dio cuenta de su culpa y pidió perdón al Señor, éste le envió una curiosa propuesta a través de Gad su profeta: tres años de hambre, tres meses de guerra o tres días de peste. “¡Me encuentro en un gran apuro! Pero pongámonos en manos del Señor, cuya misericordia es inmensa y no en manos de los hombres. El Señor mandó la peste a Israel y murieron 70.000 israelitas” (1Cron 21,13-14) David se puso a interceder por su pueblo “soy yo el que ha pecado, soy yo el que ha cometido el mal, ellos en cambio, ¿qué han hecho? Por favor, Señor descarga tu mano sobre mí y sobre mi familia, pero no envíes la peste sobre tu pueblo” (1Cron 21,17) En efecto, David hizo bien en ponerse en las manos misericordiosas de Dios, “cuando el ángel estaba asolando Jerusalén Dios se arrepintió del castigo y dijo al ángel exterminador ¡Basta ya! ¡Retira tu mano!” (1Cron, 21,15). Y en lugar exacto donde paró la peste David decidió levantar el templo del Señor.
Dios no usa las epidemias solamente para castigar a su pueblo por sus pecados, o por los pecados de sus dirigentes, también las usa para protegerla de sus enemigos. Así ocurrió en la historia de Ezequías, cuando Senaquerib rey de Asiria, en plena campaña de conquista por Judea envió mensajeros a Jerusalén blasfemando contra el Dios de Israel. “Que tu Dios en el que tú confías no te engañe diciendo ‘Jerusalén no será entregada en manos del rey de Asiria’ ¿salvaron acaso los dioses de las naciones a Gozán, a Jarán? … ¿Dónde está el rey de Jamat? ¿Y el de Arpad?” (2R 19,10-13) ante esta amenaza Ezequías va al templo del Señor y hace una bella plegaria de intercesión (2R 19, 15-19). Dios escucha a su siervo y le envía respuesta a través del profeta Isaías. “Aquella misma noche el ángel del Señor avanzó y golpeó en el campamento asirio a 185.000 hombres. Todos eran cadáveres al amanecer.” (2R 19,35) Senaquerib “regresó por el camino por donde vino” (2R19,33).
La peste sin embargo es un arma de doble filo, y así se le volvió a Sedecías el último de los hijos de David en llevar la corona, cuando ante su enemigo babilonio Nabucodonosor, no confió en el Señor, sino que fue a buscar ayuda entre los egipcios. El profeta Jeremías se lo dijo claro de parte de Yavhé: “Yo mismo lucharé contra vosotros con mano extendida y brazo potente, con ira, con cólera y rabia incontrolada. Mataré a los habitantes de esta ciudad, hombres y bestias morirán de una peste funesta” (Jer 21,5-6). Pero Dios da una salida a su pueblo, aceptar con humildad sus designios providenciales “quien se quede en la ciudad morirá a espada, hambre o peste, pero quien salga y se rinda a los caldeos que os asedian seguirá con vida” (Jer 21,9).


La crónica que hace el Antiguo Testamento inserta las pestes en el plan con el que Dios gobierna el mundo y la historia. En ocasiones se vincula al pecado, ya sea con el pecado original, los pecados colectivos o pecados personales concretos, ya sean pecados de las “naciones” o de “Israel”. Las plagas pueden tener un sentido de pena difícil de obviar, las pestes reportadas aparecen en el contexto de una alianza, rota pero recuperable. La epidemia (o el fenómeno análogo) es leída por los autores sagrados como un castigo por los pecados y un aviso que puede tener dos respuestas fundamentales: obstinación o arrepentimiento. Para la Biblia, las pestes -siendo todo lo mortales que son- están siempre bajo el control de Dios que por sus profetas denuncia la culpa que las origina y por sus intercesores las detiene antes de lo realmente merecido. Sin embargo, podríamos preguntarnos ¿qué novedad aporta la nueva y definitiva alianza en estas conexiones? ¿qué nuevas dimensiones nos trae Cristo respecto a este particular? ¿Qué añade el Nuevo Testamento?


En efecto, la novedad de Cristo es fundamental y esperanzadora: cuando Jesús se encontró al ciego de nacimiento le preguntaron sus discípulos: “¿quién pecó, éste o sus padres para que naciera así?” (Jn 9,1) Pero Cristo reveló entonces una nueva dimensión para nuestras penalidades, “ni este ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios” (Jn 9,3) Jesús rechaza el juicio acusatorio de sus discípulos y señala un nuevo sentido para las penalidades: que se manifieste la gloria de Dios. También podemos pensar en el episodio de la resurrección de Lázaro. Misteriosamente Jesús “cuando hubo recibido la noticia se quedó dónde estaba dos días más” (Jn 11,6) y dijo “La enfermedad de Lázaro no acabará en muerte. Al contrario, sucedió para la gloria de Dios, a fin de que el Hijo de Dios sea glorificado” (Jn 11, 4). Esto no impide que cuando llegó al lugar, Cristo se “conmovió en sus entrañas” (Jn 11,33) y “lloró” (Jn 11,35). Cristo llora con nosotros en nuestras dificultades, Él es nuestro amigo, pero las permite para nuestro bien “no te dije que si crees verás la gloria de Dios”. (Jn 11,40) Este sentido del sufrimiento será plenamente revelado en la Cruz, donde Jesús toma sobre si todas nuestras penas y pecados y de su muerte sale el mayor bien de la Historia de la Salvación. Parece que Jesús no abole la ley antigua respecto al sentido de las plagas, sino que viene a darle plenitud. Él mismo nos avisa respecto a futuras “hambres, guerras y pestes” (Lc 21,10), primero nos dice “estad despiertos pidiendo que podáis escapar de todo lo que está por suceder y manteneos en pie ante el Hijo del Hombre” (Lc 21,36) pero también y esto es lo más importante, nos añade “cuando esto empiece a suceder levantaos alzad la cabeza se acerca vuestra liberación” (Lc 21,28).


Así parece que lo entendió también san Pablo, cuando advertía a los Corintios “no quiero que ignoréis hermanos que nuestros padres… la mayoría no agradaron a Dios, pues sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto. Estas cosas sucedieron en figura para nosotros, para que no codiciemos el mal como lo codiciaron ellos. Y para que no seamos idólatras como algunos de ellos. Y para que no forniquemos, como fornicaron algunos de ellos, y cayeron en un solo día 23.000. Y para que no tentemos a Cristo, como lo tentaron ellos y murieron mordidos por las serpientes. Y para que no murmuréis, como murmuraron algunos de ellos, y perecieron a manos del Exterminador. Todo esto les sucedía alegóricamente y fue escrito para escarmiento nuestro, a quienes nos ha tocado vivir en la última de las edades. Por lo tanto, el que se crea seguro, cuídese de no caer.” (1Cor 10, 1-13) Por otro lado y ahí está precisamente la novedad, también san Pablo exhorta a la esperanza en medio de la tribulación: “los sufrimientos de ahora no pueden compararse con la gloria que un día se nos manifestará. La creación expectante está aguardando la manifestación de los hijos de Dios, en efecto, la creación fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por aquel que la sometió, con la esperanza, de que la creación misma sería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Porque sabemos que hasta hoy toda la creación está gimiendo y sufre dolores de parto. Y no sólo eso, también nosotros que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo. Pues hemos sido salvados en esperanza. Y a los que aman a Dios todo les sirve para el bien.” (Rom 8,18-28).


peste negraParecida lección podríamos sacar del libro del Apocalipsis, cuando se consuma esta nueva Alianza, donde reaparece la tríada de la “guerra, hambre y peste” bajo la figura de tres jinetes de colores, pero precedidos de un jinete blanco, (en quien la Tradición ha vislumbrado a Cristo) (Apoc 6). O las 7 copas como plagas futuras con las que Dios herirá a la Babilonia pecadora y cuya respuesta será de nuevo maldición y blasfemia (Apoc 16). Pero al final, triunfara la nueva Jerusalén bajada del cielo, en medio de cuya plaza “hay un árbol de vida que da doce frutos, uno cada mes. Y las hojas del árbol sirven para la curación de las naciones” (Apoc 22,2).


A la luz de la “historia sagrada de las plagas”, cuyo sentido se nos revela en la Sagrada Escritura, pidamos a Dios que la pandemia presente sirva para movernos a todos a contrición por nuestros pecados, denuncia profética de las culpas de nuestra generación, y a intercesión cultual ante Dios Señor para que acorte el tiempo. Cristo sufre con nosotros y nos ayuda a llevar la cruz con Él, en medio de estas tareas mantengamos alta la esperanza, sabemos que Dios sacará bienes de los males. Maranatá!

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